viernes, 28 de diciembre de 2018

Toque de campana

Para usted y para mí, entendidos en esto del atletismo, es oír la expresión toque de campana y venirnos a la mente el cambio de ritmo que dábamos en el último cuatrocientos en el viejo Martín Freire. Una mínima o un récord en juego, normalmente. 

Por entonces competíamos en igualdad. Entiéndase eso de la igualdad, como una igualdad contextualizada en una época, aquella, de tres décadas atrás. Competíamos juntas personas del mismo sexo y edad, que nos desplazábamos de manera similar. Si tocaba correr, corríamos todos. Si tocaba marchar, - ya saben, eso de caminar moviéndose como una culebra- pues marchábamos casi todos. 

Pero oiga, ha llegado, ya de una manera oficial y estable, la nueva igualdad a nuestra vida atlética, a semejanza del resto de vidas que tenemos cada uno. Y ha llegado para hacerla desigual. Me explico: ahora ya no competimos en pista, sino por montaña o asfalto. Y no lo hacemos de manera selectiva, entre entendidos, sino masiva, incluyendo tantos desconocedores de este arte como dorsales puedan venderse y gente quepa en los cajones de la salida. La pasta es la pasta.

Ya no busca la persona el regocijo de practicar atletismo y superar su propia marca, sino la necesidad imperiosa del exhibicionismo en las redes sociales con un dorsal en el pecho. Sudado y arrugado, a ser posible, con un plus si está embarrado o ensangrentado.

Y es, en esta igualdad moderna, mal concebida y peor entendida, donde la desigualdad ha vuelto para quedarse. Me lo confirmaba una mujer, corredora de montaña, hace semanas. Allí arriba, supongo que por los efectos de la deuda de oxígeno, hay más de dos y de tres hombres a los que les jode que una tía les gane. Y pierden la razón. Y, de paso, la vergüenza, y pasan a mi confidente casi a empujones, en esos estrechos caminitos de cabras por los que se corre en más de una prueba. Nada bueno debe ser, verte rodeado de tíos fuera de sí al borde de un precipicio y a falta de poco para la meta. La meta, la medalla y el selfie.

Entiendo yo a mi confidente y se que ni miente ni exagera. Oyéndola, y escuchándola además, me vinieron a la mente esos cambios de ritmo y esos gritos de macho alfa que, sobre la linea de meta, me meten a mí en los tímpanos cuando estoy a punto de acabar cualquier media maratón. "Me va a ganar a mí el marchador ese" deben pensar, mientras aumentan el ritmo todo lo que pueden, agónicamente, para adelantarme sobre la linea de llegada, con tropezón incluido cuando el sufrido competidor va ya a ciegas, en un esfuerzo agonístico, propio del selfie y de la medalla que le esperan.

Así que, en la última Media Maratón en la que participé, la de mi ciudad, tomé la disparatada decisión de pararme en el kilómetro 20 y salir anónimamente del circuito justo en el momento de gloria y fama de esos grandes deportistas que me suelen acompañar en el furgón de cola. Al paso por la primera vuelta, ya me habían avisado de lo que me esperaría los participantes en los 10,5 kilómetros. Ya ahí tuve algún empujoncito y unos cuantos parones en seco de los exhaustos deportistas de nuevo cuño. Así que, la decisión, poco mérito tuvo, para serles sinceros.

Pena de la medalla y del selfie.