sábado, 11 de junio de 2016

Sala de espera

Al llegar al despacho, me dicen, con cierto aire imperativo, que me siente en una especie de sala de espera, a lo largo de un pasillo. Así lo hago. Lo mío siempre ha sido el servilismo. Un servilismo disimulado, eso sí, sonrisa en boca.

Decenas de títulos y diplomas adornan aquella pared. Apenas quedan huecos libres. Van, desde la foto de la promoción universitaria, en la que reconocer al dueño de la consulta treinta años más tarde, es como buscar a Wally, a la certificación de un curso de dos horas sobre batido dinámico de tortillas francesas, pasando por el diploma de participación en el campus de verano de badmington.

El conjunto impresiona, demasiados para contarlos. "Ésta debe saber un güevo", pienso.

- Ya está caballero. Son cien euros.

- Ah, pues vale!

- ¿Quiere factura?

- Sí, por favor.

- Perdone, entonces son 107.

- Ah, pues vale! 

Pago, con ese servilismo que me viene de cuna por pobre, y salgo sin hacer mucho ruido.

Ya en el coche me doy cuenta de que he pagado antes de recibir el servicio. Supongo que allí no tenía crédito.