lunes, 30 de septiembre de 2013

"Chico Listo" y su histórica marca de 7 de 9.

 
"El Tomás”
 
 
El poeta grancanario Tomás Morales dio nombre, entre otras tantas cosas, a un instituto ubicado en la calle de igual denominación, en la capitalina Las Palmas de Gran Canaria.
Allí , en aquel instituto, hice mi bachillerato, como mandaban los cánones de la época. Los dos primeros cursos del antiguo B.U.P., en las materias que se entendían genéricas por entonces y, el tercero de bachillerato y el C.O.U. en lo que se denominaba la rama de ciencias. Recuerdo que esto significó, entre otras cosas, que solo estudié un año el latín, otro filosofía y solo tuve dos cursos de lengua y literatura española.
Da la impresión de que, en una innecesaria comparativa entre generaciones, el bachillerato de por entonces era infinitamente más duro que su equivalente en la actualidad.
Aquellos horarios eran, poco menos, que los de un trabajador a jornada completa en turno de mañana y tarde.
A las 08:30 de la mañana el timbre sonaba. De allí no se salía hasta las 14:00 horas. Y, entre dos y tres tardes, tocaba de 16:00 a 19:00 horas la segunda tanda. Al llegar el COU, con menor número de asignaturas, las tardes desaparecían.
Empecé con mal pie en el primer año de bachillerato. No había cumplido aún los trece años y, con una mente y un cuerpo, más pendientes de lo que hacían el Barça de Maradona y la Unión Deportiva de Koke Contreras el domingo, que de las matemáticas y la física del lunes, me encontré rodeado de verdaderos hombres y mujeres.
Aquello fue pura supervivencia. Eran nueve materias las que se cursaban en 1º de BUP. De ellas, en el primer trimestre, suspendí siete  porque el cura, que se llamaba Don Leonilo, habló con Dios para, sin él tener que extralimitarse, poderme aprobar el parcial religión. De no haber tenido Don Leonilo esa conversación con el más allá, hubiese cateado ocho para arrancar.
Y, ese primer boletín de notas hizo que me bautizaran, mis compañeros más cercanos, como “chico listo”.
Huelga comentar que  lo único que aprobé, además de religión, fue educación física. Y ésta por mí mismo, sin ayuda celestial. Mera cuestión de dignidad. Se trataba simplemente de hacer el famoso test de Couper a toda leche y de permanecer callado y sumiso el resto del tiempo. Vamos, chupáo (lo de estar callado) para un tío como yo, por entonces.
Lo curioso del tema fue que, como si de una remontada de esas que se marcaba el Madrid de la Quinta del Buitre en Copa de Europa, a pesar de arrancar el curso con siete suspensos, comencé a mejorar los parciales: cinco cates en el segundo trimestre, tres en junio y dos en septiembre. Permanencia matemática en división de honor, esto es, pasar a 2º de BUP. Aún recuerdo un parcial de “10” en estadística, en ese tercer trimestre, que generó ciertas sospechas sobre mi honorable persona. Sospechas infundadas evidentemente. Nunca, al igual que con los apuntes de Bárcenas, se pudo demostrar nada.
En segundo también me defendí del descenso e incluso saqué la asignatura que arrastraba de mi histórico, por extremadamente negativo, arranque en el instituto el año anterior. Pasé limpio a tercero.
Fue ya en este tercer año cuando, ante la tesitura de elegir, opté por las ciencias y las continué en un COU de Ciencias Puras.
Pero, retomando el tercer y último año del BUP uno, que siempre tuvo cierta dignidad, al tiempo que esa rara costumbre de ponerse objetivos alcanzables, pensó que ante tanto “suficiente” como había en aquella hoja de servicios llamado Libro Escolar, había que adornarlo aunque fuese con una única nota brillante.
La asignatura apropiada para ello era la educación física. Sí, se qué pensarán que menuda asignatura escogí pero, si ustedes hubiesen estado en la escuela de idiomas al tiempo que cursando el bachillerato, ¿acaso no hubiesen optado, para un reto como éste, por el inglés ó el alemán?.
 Y no paré hasta que saqué el jodido sobresaliente de media (no como aquel parcial de estadística de primero) a lo largo de todo año.
Mi 3º de BUP fue en el curso 1987/88. En mayo del 88 nos visitó José Manuel Abascal, del que todos recordarán su bronce olímpico en el milqui en los Juegos de Los Ángeles 1984. Dio unas charlas en El Tomás, dentro de aquella dinámica de actividades denominada Olimpia 2000 y, medio en broma, medio en serio, nos invitó a entrenar con él al día siguiente. 
Y el caso es que fuimos unos cuantos jóvenes románticos para el sur. Cincuenta y pico kilómetros de guagua para abajo y otros tantos para volver a la capital. Estuvimos esperando en la recepción del hotel hasta que Abascal bajó a rodar y, mientras aquel buen hombre salía a correr con los otros chavales, a mí no se me ocurrió otra cosa, imagino que mosqueado por la tensa espera en el hall, que darme media vuelta e ir a marchar solo por el otro lado. También podrían haber traído a Llopart, ¿o no?.
 Hoy en día, aún sin entender exáctamente el porqué de muchas de las cosas que hago, me doy cuenta de que ya las hacía exactamente igual hace veintitantos años.
Bueno, he aquí un escueto resumen de mi paso por El Tomás, un tiempo de cuatro años fugaces que arrancaron con una solicitud de clemencia divina para aprobar religión y terminaron marchando con dignidad, ante la perpleja mirada del mejor atleta español de todos los tiempos que ante aquel juvenil arranque, imagino pensaría: "..y este chaval, ¿a qué cojones ha venido?"
Juventud, divino tesoro…menudas verbenas que se organizaban en el instituto por entonces.