De niño siempre tuvimos perros en casa. Dos
pastores alemanes y un pequinés. Eran mis mejores amigos, con diferencia. Sultán, Napoleón y Lanitas, que
así es como se llamaban, iban a comprar el pan conmigo a la Dulcería La Alemana. Éramos un equipillo en toda regla y, aunque no se lo crean, el más juguetón y travieso era yo. Aun
recuerdo la tarde en que me subí encima de Sultán y comencé a retorcerle la
oreja, como quien abría gas a una Vespa.
Y Sultán gruñendo, cada vez más fuerte, y yo dando más gas,
hasta que se revolvió y, en legítima defensa, me soltó un pedazo de mordisco en
la cara del que guardo las señas. Son unas cicatrices que me recuerdan, las
pocas veces que me miro al espejo, que un día tuve perros y fui
niño.
Mis tres amigos se fueron muriendo y hoy
envidio a quienes tienen perros. La figura del dueño de perros siempre me ha
fascinado. Ese amor por los animales, tan vocacional que muchas veces lleva, a quien tan intensamente lo vive, a mostrarse indiferente ante los problemas de las crías de humanos de sus vecinos, siempre me ha llamado la atención. Yo,
cuando crecí y dejé de ser niño, aunque seguí con mis cicatrices en la cara, no
volví a tener perros. Una pena, ahora tengo que salir a entrenar solo.