Lo miren como lo miren, Dios es argentino y eso, pese a quien pese, es una verdad
incuestionable.
A ustedes les vendrá a la mente la mano que
Dios prestó, allá por 1.986, a uno de
sus apóstoles, el Pelusa Maradona,
para que le metiese un gol, ese gol que todos ustedes tienen ahora mismo en la
retina, al portero de Inglaterra, vengando sobre un campo de fútbol toda una
guerra, la de las Malvinas, que cuatro años atrás había ganado la señora
Tatcher, que para algo era La Dama de
Hierro.
Puede que les venga también a la mente el
mismísimo Leo Messi y sus cuatro balones de oro, o el Papa Francisco que acaba de renovar su
pasaporte albiceleste. No tengan duda, Dios es argentino, paisano del defensa
del City Demichelis que anoche, por providencia divina, pateó a su compatriota
Messi, de manera tan celestial, que solo
Dios y ellos dos, argentinos los tres, saben si la falta fue dentro, fuera o sobre la raya del área.
El resto de la historia, ustedes y yo, mortales
todos y ninguno argentino, aunque yo me llame de segundo Osvaldo, como el mismísimo Ardiles, ya la sabemos.